La convivencia entre los grandes depredadores y el hombre
genera conflictos que la biología y las políticas de conservación aún no han
podido resolver completamente. En España contamos con dos ejemplos notorios: el
oso pardo ibérico (Ursus arctos) y el lobo ibérico (Canis lupus signatus).
Cualquiera que haya trabajado o, simplemente, se haya
interesado por estas especies en el campo, ha podido comprobar el odio visceral
que reside en el inconsciente colectivo de la población humana local. El
principal problema viene de la depredación de ganado. Las dos especies lo
hacen, aunque el lobo, por abundancia y comportamiento, se ha convertido en el
principal enemigo. Demonizado y perseguido sin tregua, este magnifico animal se
ha valido de su adaptabilidad y sus altas tasas reproductoras para sobrevivir
al veneno, a la caza legal e ilegal y a muchos de los intentos de exterminio
sistemático.
En la Península Ibérica, a los lobos les ha ido mejor en el
norte que en el sur. En los años 90, las poblaciones de esta especie al sur del
río Duero, aún encontrándose estrictamente protegidas por el Convenio de Berna,
fueron empujadas al borde mismo de la extinción. Desapareció de sus últimos
bastiones extremeños, en la Sierra de San Pedro, y únicamente sobrevive un
pequeño e indeterminado número de familias en las grandes fincas de caza mayor.
Para conservar a los grandes depredadores, imprescindibles para que los ecosistemas que habitan pervivan y con una presencia en nuestra historia y cultura que los convierte en un patrimonio único, es necesario cambiar la percepción de las gentes que conviven con ellos. Las personas que, evidentemente, sufren los daños económicos que, aunque tremendamente exagerados por otros intereses, han de llegar a pensar que tener lobos en su territorio les reporta un beneficio. No es de esperar más que tolerancia, al menos durante una generación, pero esto ya sería un gran logro a la hora de conservar a estas joyas biológicas.
Pedro, un buen amigo, nació, creció y se hizo hombre en una de las zonas loberas más densas de España. Me contaba como durante las fiestas de San Juan en su comarca era tradicional subir a la sierra para capturar una camada de lobo. Los cachorros, completamente indefensos en esas fechas, eran localizados por los pastores. El vaho de la respiración de los lobeznos acurrucados entre el brezo, bastaba para que los entrenados ojos de estos hombres de campo dieran con la escondida lobera y sellar su terrible destino. No participar en estas actividades, me contaba Pedro, suponía el rechazo social de toda la comunidad.
El turismo de naturaleza se ha convertido en una herramienta
muy útil para conservar especies conflictivas. Empresas que ponen en práctica
un turismo respetuoso con la naturaleza, que ayudan a difundir los valores
naturales de la fauna salvaje, y que contribuyen a dinamizar economías locales
generalmente deprimidas en estrecha colaboración con comercios y guías
autóctonos, pueden ser decisivas en conservación, cuando las poblaciones
locales perciban lobos, osos, tigres, jaguares o leopardos como fuentes de
ingresos a preservar.
El turismo lobero puede salvar al lobo.
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