El Homo sapiens alcanza en el
subcontinente indio las mayores densidades poblacionales y el tráfico rodado
adquiere una dimensión caótica si vienes de Occidente. Una marea de coches,
camiones engalanados con todo tipo de adornos y amuletos contra el mal de ojo,
rickshaws, motos, bicicletas y autobuses, que parecen circular unos contra
otros (más tarde descubres orden en ese caos) con un crispante e incesante
sonar de los cláxones de millones de vehículos casi al unísono. En medio de ese
maremágnum, aparece la primera evidencia de la relación única que los indios
tienen con la fauna.
Vacas sagradas, dromedarios tirando de carros, piaras de cerdos que vagan
libres por las ciudades y miles de perros allá hacia donde mires, se incorporan
al tráfico, permitiendo a los conductores probar su habilidad esquivando,
pitando y frenando sin descanso.
Saliendo de las ciudades, las carreteras que atraviesan tierras de cultivo
tienen señales que advierten del peligro de encontrarse con el mayor de los
antílopes de Asia, el nilgai o toro azul (Boselaphus
tragocamelus).
Desde el autobús que nos lleva a Agra, observamos alguno de estos
formidables y extraños bóvidos en zonas agrícolas. El hinduismo, seguramente
una de las claves del respeto de los habitantes del subcontinente por la
mayoría de los animales, no permite su caza, a pesar de considerarse plaga para
los cultivos y competencia del ganado doméstico (entre el que los vemos pastar
en ocasiones)
En el Taj Mahal, el fascinante mausoleo mogol, vuelvo a observar fauna
salvaje por todo el recinto. Las omnipresentes ardillas indias de las palmeras,
periquitos, milanos negros e incluso un alimoche posado en una gárgola con las
delicadas incrustaciones de piedras preciosas de fondo.
A veces, en este país fascinante, la coexistencia se antoja un cerco. Un
suburbio interminable. Una sucesión de pequeños comercios e industrias. Mercadillos
callejeros en los que a la vaca de turno le da por probar el género y el
vendedor la expulsa, no sin hacer rodar la fruta hasta donde ella se ha
plantado impasible. Observamos una mezcolanza de tribus y dedicaciones. Incluso
la tribu nómada de herreros que forjaba las armas de los reyes del Rajasthan, y
que ahora reparan herramientas domésticas sentados en el suelo de un minúsculo
taller callejero improvisado.
El precioso alción de garganta blanca está apostado en el tendido eléctrico
sobre un río al que van a parar las aguas fecales sin más filtro.
Súbitamente, el inmenso poblado humano acaba y llegamos a las puertas de un
parque nacional. Entonces todo cambia. Lo que fuera un inmenso cazadero real guarda el sabor
de la vieja India rural. Algún pequeño poblado. Montañas fortificadas. Las
higueras vampirizando a otros árboles gigantes. Los langures y los pavos reales
sobre las ruinas. Y un bosque caducifolio que cubre las antiguas colinas que
parecen invocar a Kipling.
El lago con el antiguo pabellón de caza de fondo. Los cocodrilos de las
marismas. Los ibis de cabeza negra sondean las aguas bajas. Los árboles secos
sirven de posadero a los abejeros orientales. El nilgai mueve su corpachón pesadamente por el bosque. Aunque, si observas
su cabeza pequeña y afilada que parece desproporcionadamente pequeña en
relación a su cuerpo, puedes imaginarlo atravesando la vegetación como una
perforadora, si fuera necesario. Porque, en realidad, nadie en Ranthambore está a salvo del depredador más
poderoso que camina sobre el planeta.
Un extraño grito agudo suena en la jungla. Uuuuuuuuuuh. Es la alarma del
sambar, el ciervo más grande de la India. Los bonitos chitales, pequeños y
bonitos ciervos moteados, ponen toda su
atención en la hierba alta. Los monos y los pájaros lo delatan desde la
seguridad de las copas. Su Alteza, el tigre de Bengala, atraviesa el bosque.
A pesar de que allí donde hay grandes felinos, éstos depredan sobre el
ganado, aquí parece no existir el conflicto tan exacerbado que conocemos en
territorios más cotidianos. Sí que es cierto que la milenaria coexistencia se
ve rota en ocasiones por episodios de envenenamiento, propiciados por la
llegada de los pesticidas a la agricultura india. Que entre tigres y leopardos
siguen apareciendo de tanto en tanto devoradores de hombres. La mayor amenaza
para el tigre es la caza furtiva. El cuerpo de un tigre muerto ilegalmente
proporciona un sinfín de productos para la medicina tradicional china y para la
aborrecible peletería de lujo.
En contrapartida, el turismo de observación aporta ingresos a la población
local, que empieza a valorar a los grandes felinos como una de sus mayores
riquezas, y coloca muchos pares de ojos en los espacios protegidos donde
habitan tigres, leones y leopardos, haciendo muy difícil el ejercicio del
furtivismo en ellos.
En este subcontinente en el que se encuentra la mejor población de tigre de
toda Asia. Una aparentemente sana población de leopardo, que se extiende por un
vasto territorio de variados hábitats. Se puede observar a la pantera india en
prácticamente cualquier lugar de la India, incluyendo la periferia de
megaciudades como Mumbai. Y una preciosa población de unos 400 leones asiáticos,
la única mundial, último reducto de una extensísima área de distribución que
llegaba desde Grecia hasta ocupar toda la India. Algo no está tan mal cuando
este país ha conservado poblaciones de estos grandes gatos, que son algunas de
las más bellas expresiones de la naturaleza.
El desafío de los gobiernos y organizaciones responsables de la
conservación de los grandes gatos indios va a pasar por establecer corredores
biológicos por los que esta fauna conecte entre sí. El control del furtivismo y
encontrar nuevas zonas en las que establecer poblaciones de leones asiáticos, a
los que su involuntario exilio en Gir empieza a ser estrecho.
Una vez más, viajar con Ecowildlife Travel me permite colmar los sueños de
naturalista e interpretar la realidad de la vida salvaje y de nuestra propia
especie por todo el mundo.